Solo hay una. Unos pocos kilómetros de corteza estratificada con unos pocos kilómetros de atmósfera. Una variedad aparentemente infinita de plantas y animales. Y, sin embargo, los 8.000 millones de humanos que la habitan ignoran ingenuamente la fragilidad de este ecosistema. Si la Tierra fuera una isla, sería la única en un vasto océano vacío.

Los humanos son los gobernantes de este mundo, y no hay rincón que no hayan tocado. Gobernantes que creen estar exentos del resto de la naturaleza. Pero la destrucción de este hábitat empieza a tener consecuencias imposibles de ignorar.

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A pesar de lo que la mayoría de la gente pueda creer, la sociedad humana, desde China hasta Estados Unidos, desde Europa hasta África, y en todas partes, se basa principalmente, si no totalmente, en una práctica que se remonta a miles de años atrás. Esa práctica dicta cómo los humanos tratan a los demás y al entorno que les rodea. Qué películas hacen, qué libros escriben, qué productos crean, quién y qué les importa y a qué dan prioridad.

Desde la ciencia al entretenimiento, en el día a día, esta vieja práctica es una fuerza de la que todos los humanos son esclavos.

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